9. El reencuentro


¿Adivina quién ha vuelto?

Los chismes siempre corren como la pólvora y este no ha tardado en llegar a mis oídos. Os han vuelto a ver juntos. Ya veo en qué ocupas tu tiempo para no hacer caso a mis llamadas.

Ha regresado. Y tú, pisoteando tu propia dignidad, sales a su encuentro como si nada hubiera pasado. Os tomáis un café, os vais a cenar y a saber qué más. ¿En qué demonios estás pensando? Se ve que tienes poca memoria y ya has olvidado lo que te hizo… lo que nos hizo.

Pero yo sí que me acuerdo, sí. La sangre me empieza a hervir a medida que los recuerdos de aquel fatídico año regresan a mi memoria. Decías que por fin eras feliz, que habías encontrado a alguien que te quería. Pero yo no te creía. Tu sonrisa, siempre ausente, te hacía poco convincente. Contraatacabas diciendo que mi egoísmo me impedía alegrarme por ti. Que yo, de piel asequible y de corazón hermético, nunca entendería qué es el amor.

Y mientras presumías de lo que tenías, parecía que no te dabas cuenta de lo que dejabas por el camino. Yo tenía que abstenerme de llamarte cuando me apeteciera, para que no te montara un numerito. Agradécele que te absorbiera tu espacio. Las pocas veces que lograba verte, teníamos que escondernos y cronometrar los minutos, no fuera que te retrasaras y se enterara de que habíamos quedado. Dale las gracias también por adueñarse de tu tiempo. Le excusabas sus salidas de tono diciendo que sentía celos de mí. Que no podía comprender que un chico y una chica fueran simplemente amigos… tan amigos. Tampoco le tengas en cuenta su eterna desconfianza.

Quién no puede comprender una amistad, dudo que pueda ser ejemplo de sentimientos mayores. Porque no, yo no sabré de amor, pero si amor es eso, prefiero quedarme como estoy. Así que me limité a quererte a mi manera, como se quieren los amigos, con ese afecto de segunda, que no te posee, ni te reclama. Le basta con disfrutar de tus buenos momentos y permanecer a tu lado, aún cuando pierdes el rumbo.

Y opté por atragantarme con mis reproches y mi orgullo, y callar. Porque sabía que con cada palabra en su contra sólo hacía que perderte un poco más.

Así permanecí hasta que un día, regresaste. Y en silencio y con mi cariño subestimado, sequé las lágrimas que te ocasionó quien decías que te había querido tanto.

Y ahora, en el momento más inoportuno, ha vuelto.

Pero, si vosotros os dais una segunda oportunidad... ¿dónde quedará la nuestra?

8. Aproximación



Hoy ya no me importa nada, ni tengo claro que es lo que quiero. Me gustaría saber cuál es el siguiente paso a dar y así no entrometerme más en tu vida. Yo asumo mi derrota, me envuelvo en mi manta de tristeza gris y que pase el tiempo que tenga que pasar para darme cuenta de que ya no siento nada por ti. Es lo mejor para los dos.

Hoy ya no me importa nada, y tus llamadas sólo me hacen recordar que estás aún presente en mi vida, haciendo que mí corazón vaya por delante y que los nervios se instauren en mi estómago, como cuando te invade un sentimiento de culpabilidad al que no sabes hacer frente. Ahora mismo no quiero saber nada de ti. Espero que lo puedas entender, aunque te lo haga saber de esta manera.

Hoy ya no me importa nada, ni siquiera yo. Ya no me conozco. Pensaba que era más fuerte, que podría llevar la situación mejor de lo que la estoy llevando. De hecho, cualquier situación sería mejor que ésta. Es tal la frustración que siento que, de golpe, se convierte en un fracaso personal.

Hoy ya no me importa nada, y el pesimismo no ayuda tampoco a superarlo. Oculto el orgullo, debo recordar que no se puede gustar siempre a todo el mundo. Tengo que hacerme a la realidad que nuevamente me toca vivir.

Hoy ya no me importa nada, e iba deambulando por la ciudad con todos estos pensamientos hasta que alguien me ha tocado en la espalda. Al girarme, la visión me ha sobrecogido.

Hoy ya no me importaba nada.
Ahora sólo me importas tú.

7. Penitencia


Hay veces en las que tan sólo hace falta un segundo para darte cuenta de que te has equivocado. El golpe de nuestros hombros me sacudió por dentro y nada más salir por la puerta me arrepentí de mi absurda huida.

Aceleré el paso intentando acallar los remordimientos pero, esta vez, me incomodaban más que de costumbre. Ni siquiera el sentimiento de culpa me hizo darme la vuelta e ir a tu encuentro. Prefiero imaginar que me odias que ver en tus ojos que te he decepcionado.

Siempre te he dado mil motivos para que pudieras enfadarte, pero nunca lo has hecho. Tienes esa infinita comprensión conmigo que nunca he llegado a entender. Sin embargo, algo me dice que esto es diferente...

Ahora eres tú quien no me contesta las llamadas. Llevo tres días intentándolo. Sé que debería dar la cara, la ocasión lo merece. Pero qué quieres, no sé ni qué decirte y se me hace más fácil mantener el tipo por teléfono. No soy capaz ni de hilar una frase decente para complementar el intento de acercamiento con un simple sms.

Así que sigo aquí, con mi patética estrategia de contacto, llamándote de nuevo. Tengo la inútil esperanza de que descuelgues con una risa exculpatoria y des por finalizado mi período de penitencia. Pero no lo haces y yo… Te echo de menos.

6. Odio



Me decía para mis adentros que iba a ser demasiado fácil entregarme a los brazos de la vigilia esa noche, y así fue. Demasiadas cosas en que  pensar, como siempre. Ya llevaba mucho tiempo en el que los sueños se habían convertido en una parte más de mi vida, en algo a lo que aferrarme cuando la realidad no era la que yo esperaba.

¿En esto habíamos convertido nuestra amistad? Después del choque de hombros, el odio invadió mi cuerpo. La esperanza y la ilusión marchitadas al verte salir huyendo de allí. Mi cara de circunstancia, tus gestos de cobardía. Ver nuestras reacciones alejadas de lo común, lejos de las risas y de las miradas cómplices. Tan cerca de mí. Tan lejos de ti.

Intenté reunir ganas de quedarme allí y hacer como si no hubiese pasado nada, pero era imposible. Eché el resto en una historia inventada y me apresuré a salir del bar antes de las preguntas acerca de tu marcha.

Mi rencor te iba crucificando a cada paso que daba. El hecho de depositar tantas y tantas cosas en algo que ahora veía frío y distante me hacía sentir como si hubiese perdido el tiempo contigo. Tal vez tan solo debería odiarte sin buscar más razones para ello. Así podría acallar un poco el dolor que dejan tus actos. Te odio y punto. Así estará bien.

Y mientras el sueño no llega, empiezo a ver la habitación como una ilusión óptica. La distancia entre el cielo y el infierno es demasiado corta. Pensaba que las cosas me irían bien sin tu amistad, volando en solitario, pero ni con los pies en la tierra soy capaz de ver la cruda realidad de que me estoy hundiendo en el fango de mi propio ser.

Odio.
Te odio.
Te odio tanto que no puedo vivir sin ti.

5. Hoy no

Lunes tarde.

Acudo al bar de siempre y tras la rueda de reconocimiento compruebo que no estás. Había rezado para que así fuera: que se te hubiera complicado la tarde en el trabajo, que te surgiera algún contratiempo de última hora o, simplemente, que te hubieras cabreado porque ayer no te contestara a las llamadas y no te apeteciera verme el pelo. Cualquier cosa con tal de no verte. Hoy no.


Mientras tanto, allí estoy, haciendo acto de presencia para demostrarme que no hay nada de lo que esconderse, que nada ha cambiado. Los amigos ya sentados, me llevan dos cañas de ventaja y me preguntan cómo acabó el sábado ya que cuando ellos se fueron a dormir, yo ya me había autoproclamado el alma de la fiesta y que sólo te habías quedado tú para aguantarme. Por sus comentarios deduzco que ellos tampoco saben mucho más que yo y, al menos, siento el alivio de no tener que dar explicaciones de más. Les juro que bebí tanto que no recuerdo nada.

Todos estamos riendo cuando apareces tú en el umbral de la puerta y saludas. Esquivo el posible cruce de miradas y empiezo a hablar sin parar, con una risa forzada. Apuro mi caña de un solo trago mientras te preguntan por el sábado. Me entra un repentino ataque de tos cuando dices que tú tampoco recuerdas nada. No te miro pero se que mientes. Noto tus ojos clavándose sobre mí: maldiciéndome, sentenciándome.

Voy la barra a pedir una cerveza más. De reojo veo que te aproximas. De repente, cuando se acerca el camarero, cambio “una caña más” por un “qué te debo” y me despido de todos con prisas para no darte tiempo a llegar hasta mí. Nuestros hombros han chocado en mi huída pero ni aún así me he atrevido a mirarte. Hoy no.

4. Callar


Intento volver a localizarte. No sé cuantas veces lo he escuchado ya, pero el mensaje de apagado o fuera de cobertura me martiriza de nuevo y aparece la frustración ya conocida anteriormente. La situación me resulta familiar, pero no me había dado cuenta hasta ahora. Tantas veces lo he escuchado de ti que nunca pensé que viviría in situ tu manera de evadirte de la responsabilidad.

Me sentiré un poco culpable por no ser como tú. No sirvo para esto, lo sabes y lo sé. Sigo pensando que lo nuestro no ha sido un error, por mucho que tu lo intentes justificar con tu actitud. No creo que me valgan tus futuras excusas, ya te conozco. Sé que buscarás cualquier resquicio en esta historia para demostrar que llevas razón y, por ende, para acallar las ilusiones que creo en mi interior.

No te lo voy a negar, siempre he sentido algo por ti. No recuerdo cuantas veces he matado ese sentimiento por miedo a perder esta amistad. Y, ahora que ha pasado, no puedo evitar ilusionarme. Porque sí. Porque he aguantado estoicamente todas tus historias de ligues de una noche sin perder en ningún momento la sonrisa. Porque me he tragado los celos y el montar escenitas que no hubieran servido de nada. Porque he ansiado este momento cada noche desde que te conozco.

Pero de momento haré lo mismo de siempre, callar. Quiero que seas capaz de darte cuenta de lo que siento por ti. De otra manera sólo sería algo descafeinado y sin magia.

Cuando llegue ese momento, te estaré esperando.

3. Apagado o fuera de cobertura

Siempre me has reprochado no saber afrontar los errores que cometo a causa de alguna borrachera. Me recriminas mi forma de perder la cabeza y no plantearme las consecuencias de mis actos. El alcohol es lo que tiene, hace que nada importe demasiado: ni hacer el ridículo en público, ni hablar más de la cuenta con quién no debes, ni acabar en la cama con alguien de quién sólo te importa que tiene buen culo. En general, si todos los presentes comparten el mismo nivel de alcohol en sangre, no hay problema. Que nadie se acuerde, equivale a que nada pasó. Y si a alguien se le ocurre pedir explicaciones, la excusa de la borrachera es un “todo vale”, bastante efectivo para salir del paso.

Sin embargo, debería ir planteándome la abstemia para ahorrarme más de un quebradero de cabeza. Meter la pata con alguien de quien a duras penas recuerdo el nombre, en ocasiones, puede removerme la conciencia durante un par de días. Una semana a lo sumo si, además, cometí el desliz de darle mi número de teléfono mintiéndole con que estaba deseando que hubiera una segunda vez. En esos casos, si desgraciadamente la otra parte me cree, tan sólo hay que dejar el teléfono sonar o unos mensajes sin contestar. Dar la callada por respuesta suele tener rápidos resultados, ya que la mayoría prefiere olvidarse del tema antes que correr el riesgo de insistir y acabar perdiendo la dignidad.


El problema empeora si ese "alguien" eres tú, de quién conozco el nombre y toda una vida. Mi conciencia sufre un terremoto de remordimientos. No se bien qué pasó anoche, pero algo dentro de mi opina que demasiado. En esta ocasión, no creo que sea posible que el lunes, como cada semana, entre cañas y risas, despellejemos al ligue de turno. Ojala fueras, simplemente, uno de esos rollos de una noche, que desaparecen de mi mente al siguiente fin de semana sin demasiadas consecuencias. Pero, de repente, es tu nombre el que parpadea en la pantalla de mi móvil y yo, más que nunca, me arrepiento del haberme dejado llevar por culpa del exceso de cubatas. Sin embargo, nada cambia. Tras tu segundo intento, recurro a mi evasiva habitual….


Apagado o fuera de cobertura.

2. Dejarse llevar


No sabía muy bien cómo entender esa mirada, pero el impacto que hizo en mi interior no creo que lo olvide. Me hacía sentirme especial. Como si tú y yo fuéramos las únicas personas de este sitio. Y mi ego creciendo por momentos.

Las palabras surgían sin pensar, a veces con ese tono tan descarado que tanto te gustaba. Mientras hablabas, no podía dejar de mirarte a los labios. Yo y mis preguntas en mi cabeza. ¿Cómo sería el sabor de tus besos?. ¿Y el calor de tu cuerpo?. ¿Y tus ojos mirando los míos como si fuésemos algo más que amigos?

Después de varios minutos así, mi cabeza era un hervidero. Sólo tenía una cosa en la cabeza. Besarte. No tenía otra opción, no quería quedarme con la sensación de no haberlo intentado. Dejarme llevar sonaba demasiado bien.

En ese momento, mi mano en tu cintura. Un poco de timidez en tus gestos. Mi boca buscando la tuya. Cruce de miradas. Ese breve instante antes del primer beso. Tus labios. Tu lengua.

Repetías que eso no estaba bien. Yo también me hacía una idea. Quizás no era el momento. Quizás no deberíamos haber dado ese paso. Es más, tal vez nos deberíamos haber limitado a charlar como solíamos hacer.

Pero te deseaba. Igual que tú a mí. Otro beso más y adiós remordimientos.

Arrepentirse no estaba escrito en nuestro destino.

Dejarse llevar suena demasiado bien. Demasiado bien.

1. Rompecabezas

Abro los ojos… o eso intento. El despiadado ataque de los rayos de sol que se filtran entre los pliegues de la persiana, amenaza con pulverizar mis retinas. Me protejo escondiéndome tras la almohada.

Dolor de cabeza. Tremendo dolor de cabeza. Pequeñas piezas de puzle se amontonan en mi resacoso cerebro, tratando de reconstruir qué pasó anoche. Entre copa y copa, tú. Tu risa desinhibida. Tus frases de doble sentido susurradas en mi oído. Tu repentina cercanía. Todo tan extrañamente atrayente.

Recuerdo tu boca, de repente, encadenada a la mía. Mi mente desmemoriada, deja un espacio en blanco tras ese beso fortuito. Después, tan sólo la confusa imagen de unas manos apresuradas sobre el cuerpo y otras que las detienen. ¿Tuyas o mías?

Las densas lagunas que el alcohol ha dejado en mi cabeza, me impiden discernir la realidad, velada tras esos escasos y ambiguos recuerdos. Entre toda la maraña, una sola frase resuena una y otra vez, incuestionablemente real:


“Los amigos no deberían hacer estas cosas”