15. Cambio de perspectiva


La mejor defensa es un buen ataque. Cuando no me da por desaparecer, esa suele ser mi estrategia: atacar, atacar, atacar… y no dejar opción a réplica. Mis métodos tan extremos se deben a que no me suele gustar lo que me dicen.

Cuando te vi en el umbral de mi puerta, justo media hora después de enviar el maldito mensaje telefónico, me había dado tiempo a pensar en mil y una excusas, por si te daba por aparecer. Tantas había cavilado que no supe por cuál decidirme y las eché todas de golpe.

“Lo siento, me equivoqué en el envío. Obviamente no era para ti. ¿Cómo iba a ser para ti? ¿Me ves capaz de eso?”

Tu cara se transformaba. ¿Te habrían ofendido mis palabras? Bueno, quizá no sonaban del todo bien.

“Me refiero a que tú vales más que todo esto. Eres una gran persona, no jugaría así contigo. No pretendía reírme de ti. Incluso imaginé que no vendrías, que sabrías que me había equivocado…”

De repente, empiezas a llorar y no sé dónde meterme.

“Quiero decir… somos amigos… o al menos, hasta hace nada lo éramos. Los amigos no deberían hacer esas cosas”

Tras unos segundos angustiantes en los que tus silenciosas lágrimas me dejan definitivamente sin palabras, te das la vuelta y te marchas dando un sonoro portazo.

Y yo no he entendido nada. No había enfado en tu mirada, la reacción más normal después de una noche caótica en la que te saboteo el reencuentro con tu ex y para rematar, te mando un mensaje que parece una burla. ¿A santo de qué te iba a invitar a mi cama? Entre nosotros nunca ha habido nada…

De pronto, una frase resuena en mi cabeza: Los amigos no deberían hacer esas cosas. Y vienen a mí los confusos recuerdos de aquella mañana de resaca, de hace casi un mes. Quizá el origen de todo esto sea lo que pasó aquella noche que apenas recuerdo y que se había borrado casi de mi cabeza.

Me invade una tremenda curiosidad. ¿Es posible que hayas creído mi proposición? ¿Tal vez querías aceptarla? ¿Por eso te marchaste llorando? Esto me supone un cambio de perspectiva de 180º.

Creo que empiezo a ver las cosas desde tu punto de vista.

14. Ese día


Decepción.

Sólo así puedo catalogar el momento en que tus palabras me decían que todo había sido un error y que no era la persona con la que querías pasar la noche. Vuelta al enfado, a las lágrimas y a mis malas maneras de recibir una noticia así. Es la eterna guerra entre mis sentimientos y yo.

“No le des tanta importancia, no es para tanto” y, en el fondo, tienes razón. Me vuelvo como si tuviera cinco años, tiene que ser lo que yo diga y a cualquier precio. Mala costumbre la mía. Empiezo a pensar de nuevo que muchos de los sueños que tenemos hay que dejarlos ir, por miedo a sufrir más de la cuenta si no se cumplen. Cuántas veces habría pensado ya en que no se puede tener todo en esta vida. Tan sólo me conformaba con tus ganas de compartirla con la mía. Pero, como todo, era una esperanza vana.

Empiezas a hablar y de mi boca no sale una mísera palabra, me quedo escuchándote como hago la mayoría de veces. Te enciende que no sea capaz de expresarme como lo haces tú, de contar todo lo que se me pasa por la cabeza. No lo hago porque no me gusta discutir, aunque tenga en mi interior cosas que probablemente te dejarían de piedra, no lo hago. Me importa mucho más el que tu estés bien que cualquier otra cosa, como he hecho siempre. Y prefiero tragarme mi orgullo.

Me miras de manera extraña. Tristeza. Pena. Empiezas a sentirte culpable. Por mucho que te intentes disculpar sabes que en el fondo tengo razón. Murmullas e intentas dignificarme y ponerte a ti de lo peor. Es justo lo que hice antes. El uno por el otro, y la casa sin barrer.

Y sin embargo, este desencuentro no apaga miradas. Las palabras que quedan por decir son las más importantes, pero ninguno se atreve a dar el paso. Tan solo somos dos personas que se empeñan en seguir sus ideas y llevarlas a cabo algún día.

Pero, ese día, no llega para ninguno de los dos.

13. Mala jugada

No pretendía que te fueras.

No eras tú quien sobraba.

Pero lo hiciste, dejándonos con la palabra en la boca y un palmo de narices.

En aquel absurdo enfrentamiento, mi arma arrojadiza fue echarle en cara todas sus miserias. Lo malo es que, cuando contraatacó de la misma manera, tampoco quedé en muy buen lugar. No tardamos mucho en perder toda la dignidad que pudiéramos tener. Y como último recurso desesperado, cayó en su error de siempre, y te preguntó “¿Con quién te quedas?”.

Esa habría sido mi victoria, porque sabía que serías incapaz de escogerle ante mí. Pero su humillación no me resultó tan placentera como esperaba, porque tu silencio me derrotaba a mí también. Te marchaste como si nada, haciendo oídos sordos a nuestras estupideces y sin ni siquiera dedicarme una simple mirada, que diera por sentado que entre nosotros nada había cambiado, pese a todo.

Cuando me quedé a solas, sentí la enorme inquietud que suele apoderarse de mí cuando las cosas no acaban bien… o simplemente, no acaban. Y odio esa angustia de que algo escape a mi control… o que, aún peor, se pueda volver en mi contra. Pero nunca he tenido ni la paciencia ni las ganas de soportar por mucho tiempo esas incómodas sensaciones.

Por eso me gustan los caminos fáciles, porque aunque no sirvan para nada, me sirven a mí. Sólo quería que esa noche pasara rápido y, para ello, necesitaba evadir mi mente y distraer mi cuerpo. Mi agenda telefónica estaba llena de personas excitantes que me podían cumplir ese papel. Tan sólo me bastaba elegir la persona ideal: con tan pocas pretensiones como yo. Elegir las palabras exactas que dejaran claras las intenciones y la urgencia: “Me sobra cama y me faltas tú”. Y un simple mensaje telefónico haría el resto. Lo mejor de todo es que en cuanto se marchara, ya no le echaría en falta y podría sucumbir al sueño, sin más quebraderos de cabeza.

Sin embargo, por un fallo del subconsciente o por una jugarreta del destino… el mensaje se envió a la persona equivocada: Tú.