19. Vértigo

En una ocasión leí que el vértigo no es el miedo a la caída, sino el deseo de caer y el espanto que esa atracción nos provoca. Tirarnos al vacío no parece una buena idea. Todo apunta a que nos estamparemos contra el suelo. Pero los instantes anteriores, nos sugieren una experiencia excitante. El corazón encogido. Por un momento, todo es posible. Despegar los pies del suelo, dejando atrás todo lo seguro, lo razonable, lo previsible. Volar. Imaginar que podemos ser libres, diferentes. ¿Y si de repente, evadiéramos la ley de la gravedad y nos quedáramos suspendidos en el aire? Con infinitas posibilidades a nuestro alcance. Sin embargo, vemos el suelo aproximarse y el golpe se prevé doloroso. O quizá disfrutemos de una caída amortiguada. Quién sabe. La incertidumbre de lo que sucederá lo vuelve aún más sugerente.

¿Compensa la emoción momentánea al desastre inminente?

Siento vértigo. Sé que es un error. Pero resulta atrayente abocarme a tu abismo. Miedo y deseo a la par. El corazón se me encoge. Nunca antes, alguien me había hablado como tú. Eso me abruma. Pero a la vez deseo estrecharte entre mis brazos. Ese simple acto instintivo, supondría dejarme caer en picado. No sé si conseguiré mantener los pies en tierra. La atracción a la caída es superior a mí…

Y me abalanzo sobre ti y te abrazo muy fuerte.

Noto que mis pies ya no tocan el suelo cuando saboreo en mi boca las lágrimas alojadas en la comisura de tus labios.

18. Emociones encontradas



Ya lo sé.
Otra vez ha sucedido.

Vuelvo a hablar como si fueras culpable de la situación, faltando a tus propias convicciones, a tu modo de ver las cosas. Puedo ser hiriente, comportarme de manera injusta e irracional. En este estado puedo hacer mucho daño.

“No deberías haber venido, no deberías estar aquí”.

Porque ya no sé de qué manera me voy a comportar. Soy capaz de deslizarme como el viento y desvanecerme ante tu presencia, capaz de echarte en cara mil y una cosas de las que no eres culpable y seguir sintiendo por ti lo que ahora mismo siento.

“Porque, a pesar de todo, te quiero”.
Porque ese sentimiento no se va.

“Sabes que no pierdo ninguna oportunidad para demostrártelo”.
Quizás me haga falta un poco de dignidad y hacerme de valer. Hasta ahora ha sido un intento tras otro por mi parte.
"Ahora tú estás aquí, ha salido de ti el hecho de presentarte de esta manera. Por algo será”.

“Sabes que no está dentro de mí el hacerte cambiar de parecer con respecto a todo esto que nos está sucediendo”.
Creo haber hecho todo lo posible por derribar ese muro que envuelve tu corazón, pero hasta ahora no ha servido de nada. O, por lo menos, a mi me lo parece.

¿Y por qué lo sigo intentando?
“Porque he visto que entre todas tus negaciones, escapadas sin sentido, silencios y otros actos que no tenían lugar, he visto cosas que me han llegado muy dentro.”
¿Te imaginas si dejaras abierto tu corazón para mí? Pienso que has pensado en ello.

Tus gestos se tornan grises. Ya sé cuál va a ser tu respuesta.
Si mi magia no te hace efecto, no sé cómo voy a continuar.

17. Impulsos

Es más que evidente que la racionalidad no es un rasgo que defina mi personalidad. Me muevo por impulsos. Mis planteamientos suelen ser a corto plazo y actúo ciegamente de la manera que más me satisfaga en cada momento. Y en ese momento, necesito dar respuesta a mi tremenda curiosidad. Sólo quiero aclarar mis pensamientos, llenos de indicios confusos.

Así que cojo las llaves del coche y salgo en tu búsqueda. Deseo que hayas marchado hacia tu casa pues, a esas horas, mi cerebro ya no está para pensar muchas más posibilidades. Y quince minutos después, allí estoy, tocando al portal de tu casa. Tardas una eternidad en contestar. ¿No estás? ¿Ya duermes? Lo dudo, cuando te cabreas, lo primero que haces es meterte en la cama con los auriculares puestos y la música a todo volumen. ¡Mierda! ¿Y si estás pero no me oyes? Insisto, ametrallando tu timbre sin piedad, aunque sean ya las tantas de la noche. Sí, la persistencia y la desconsideración por la gente en general, son rasgos que se ajustan bastante más a mi naturaleza. Y, ¿sabes? Me suele ir bien. Contestas.

Me limito a decir: Soy yo.


Silencio


¡Me impacientas! Pero aprieto los puños y espero la respuesta o el cuelgue del telefonillo. Si cuelgas, ¡juro que te vuelvo a llamar! Supongo que lo sabes, así que…

Abres.

Subo las escaleras y al girar en el último tramo, te veo esperando en la puerta. Tu pelo despeinado intenta esconder a tu mirada desconcertada. Notó que estás temblando.

Creo que olvidé prepararme lo que se supone que quería decir… ¡Rápido! ¡Que alguien rompa este incómodo silencio!


- - ¿Tienes algo que decirme?